miércoles, 24 de junio de 2015

Pensat i fet

No sé si todos los que me conocéis lo sabéis. Pero, para no asumir riesgos innecesarios, os lo cuento y evitamos que los que lo saben empiecen a leer este post con ventaja. De nada.

Por alguna razón totalmente incomprensible para mí, el hecho de ser madrileña ha generado y genera malestar en mi círculo social más cercano. Qué digo malestar. Malestar, desazón, decepción, discusiones y debates de los que salen muchas cosas, pero ninguna conclusión. Lo sé. Incomprensible. Pero es así. Yo, en mi defensa, lo único que alego es que en mi DNI pone que nací en Madrid. Eso y, que si le preguntan a Sonsoles, dirá lo mismo que dice el DNI. Estoy segura de que, a pesar de que hayan pasado ni más ni menos que 30 años, recordará que nací en Madrid. Y no porque me quisiera cuando nací (tal y como os conté en aquel doloroso, pero no por ello menos aclamado post). Sino porque tardé más de 20 horas en hacerlo. Y claro, puede que estéis pensando que una madre lo perdona todo. Pero, a lo mejor, todo-todo no (y dejo abierto el debate a todas las mujeres que hayan vivido un experiencia similar). Supongo que, por eso, Sonsoles repite tanto eso de que soy pesadita desde que nací. Pero ese, como tantas otras veces, ya es otro post...


El caso es que, a pesar de haber nacido en Madrid, a los pocos meses nos mudamos a Valencia. Valenciaaaaa, es la tierra de las flores, de la luz y del amor tututurú turú turú... Perdón, no sé qué me pasa últimamente que tengo una facilidad para arrancarme a cantar que... En fin. A lo que iba es a que, en Valencia, además de aprender a cantar, aprendí a hablar, a andar, a leer, a escribir, a entrar, a salir, a amiguear... Sí, ya lo sé, acabo de inventarme un verbo, ¿y qué? Es que no sé cómo decir en una palabra que de Valencia son mis mejores amigas. Las más mejores del mundo mundial. Con ellas he compartido cosas que sé que no podría compartir con nadie más. Y cuando digo cosas, digo más. En realidad, muchísimo más.

Cosas importantes y otras súper importantes como haber sido las guays del colegio. Porque eso siempre fue así. Nadie lo ponía en duda y nunca fue un tema a debatir. Pero por muy guays que fuéramos (o que nos creyéramos) nunca pudimos librarnos de les exposiciós orals de valencià. Ai, el valencià! Sé que s'estarán rient quan me lean, elles i la nostra profesora que me consta que es lectora fervient d'aquest blog, perque io puc destacar por moltes coses, pero no por el meu nivel de valencià (en realidad aquí me estoy esforzando en mostrar un nivel un poco peor para que los no valencianos me entendáis. Ay sí, ay sí...). Aún recuerdo con horror el momento de tener que subirme a la tarima de madera y aguantar la tortura que suponía estar durante cinco minutos -CINC MINUTS- hablando delante de toda la clase sobre diossabequécosas, pero en valencià. Clar que sí! Un verdader infern!

Espero que en este punto todos hayáis entendido que no me gusta el valenciano (incluso los de la Logse). Me hace gracia mal hablarlo. Pero no me gusta. Igual que no me gusta que a la gente le moleste que diga que soy de Madrid. A pesar de que lo diga el DNI. Y que lo diga hasta Sonsoles. Me hace gracia. Pero no me gusta. Pero estos días, me he dado cuenta que hay una cosa que sí me gusta del valenciano. Sí, solo una. Y otra de haber vivido en Valencia. Aunque de Valencia, en realidad, me gustan muchas más. Pero ésta en especial. Y no, no son las fallas. Porque no me gustan las fallas. Y eso no sé si es culpa mía o de Madrid, pero es así.

Y no voy a entrar a debatir si uno es de dónde nace o de dónde se hace. Yo nací en Madrid, me empecé a hacer en Valencia, seguí haciéndome en Madrid, crucé el charco para hacerme un poco más en las Américas y ahora me sigo haciendo en Madrid. Y no descarto hacerme en algún otro lugar. Aunque siempre intentaré volver porque creo firmemente que las mejores cosas pasan en Madrid. Pero, seguramente, si no me hubiera empezado a hacer en la tierra de las flores, de la luz y del amor y malhablado el valenciano, todo esto no hubiera pasado. Porque nunca hubiera escuchado, dicho ni entendido lo que tanto me gusta del valenciano y de Valencia. Pero me empecé a hacer en Valencia, malhablé el valenciano e, inevitablemente, mi querido "pensat i fet" empezó a formar parte de mí.

Y, la verdad, es que me gustó desde el primer momento. Fue un flechazo. Y eso que yo no creo en el amor a primera vista. Pero una vez me enamoré al escuchar una voz. Y compartí con esa voz algunos años de mi vida. Y creo que con el "pensat i fet" me pasó algo parecido. Me gustó desde que lo escuché. E, inevitablemente, empezó a formar parte de mi vida. Con la diferencia de que a día de hoy sigue haciéndolo. Y con la seguridad de que siempre lo va a hacer. Por muchas razones, pero, sobre todo, porque aplicarlo me ha hecho y me hace ser quién soy.

Y aunque no siempre todo el mundo lo entienda, yo lo tengo claro. Lo tinc clar. Como alguna vez os conté no me gusta el gris, no me interesan los quizás y me aburren los a medias. Y ahora sabéis el origen de todo esto. Así que gràcies valencià. Gracias Valencia. Por muchas cosas, pero sobre todo porque, ¿qué sería de mi la vida sin los "pensat i fet"?


"Vale más hacer y arrepentirse, que no hacer y arrepentirse."
Nicolás Maquiavelo

lunes, 8 de junio de 2015

Mi incondicional

Todos deberíamos tener uno. Yo lo tengo. Nunca lo busqué, nunca decidí si lo quería o no. Seguramente porque nunca dependió de mí. Seguramente porque nunca depende de ti.

Pero lo tengo. Y, aunque a veces no lo valore y otras tantas no lo reconozca, la realidad es que me gusta tenerlo.

No hace mucho tiempo alguien, a quién solía ver con frecuencia, me dijo que a todos nos gusta gustar. Y yo no estuve muy de acuerdo. O, a lo mejor, sí. Pero supongo que siempre fue más divertido divergir; llevarle la contraria para poder debatir. Aunque la realidad es que a mí no me gusta gustar a quien no me gusta. No por nada. Sino porque no le encuentro el fin. Pero me he dado cuenta de que me gusta tenerlo. No sé. A lo mejor no siempre es necesario que exista un fin.

Hay gente que habla de personas amarillas, lo cual me encanta porque el amarillo se está convirtiendo en mi color, pero ese ya es otro post. Pero yo prefiero hablar de otra cosa. Siempre he pensado que la incondicionalidad está infravalorada. Yo he sido incondicional. No siempre. No con cualquiera. Pero serlo, siempre me ha traído cosas maravillosas. Cosas amarillas. Esta vez no me importa ponerle un color. Y, de la misma forma, hay quién conmigo siempre ha sido incondicional. No muchos. Pero sí siempre. Supongo que llega un momento en la vida en el que empiezas a valorar calidad sobre cantidad. Y debe ser que me encuentro en ese momento. Porque hoy no necesito más.

Pero, ojo, que la incondicionalidad no está infravalorada porque sí. No es gratuito. Ser incondicional es de todo, menos fácil. Porque no es fácil, y menos en los tiempos que corren, estar siempre ahí. Que alguien apueste por ti. Que no importen los años, los que pasan ni los que faltan por pasar. Que no importe lo que hagas, ni lo que digas, mucho menos lo que dejes de hacer o de decir. Que no importen las decisiones que tomes. Que un día te acerques y otros tantos prefieras alejarte. Que no importe que cambies, porque inevitablemente, vas a cambiar. Que no importe que decidas moverte o que decidas volver o que desaparezcas para reaparecer. Que no importe que, a veces, no te importe.

Porque volverá el día en el que te vuelva a importar.

Y llegará el día en el que entiendas que era cierto aquello de que nada ni nadie lo iba a poder cambiar. No todo lo que os acabo de contar. Sino algo, tan sencillo y tan complicado a la vez, como que a alguien le guste cómo eres. Que le guste cómo eres así, sin más.

En mi caso, si ese alguien fuera un número definitivamente sería un 7. Si fuera una comida dudaría porque me siento totalmente incapaz de elegir, pero seguramente estaría entre el arroz al horno y las pechugas villaroy. O entre los pimientos rellenos y la cruceta o la macilla de mi restaurante favorito del mundo mundial. O no sé, ya os he dicho que me siento incapaz de elegir. Y si fuera un color estoy segura de que siempre ha sido el verde, aunque en los últimos tiempos puede que esté siendo un verde clarito que, algún día, corre el riesgo de convertirse en amarillo.

Como os decía, esto es algo que seguramente no depende de ti. Mucho menos depende de mí. No es algo que se pueda buscar. Mucho menos se puede pedir. Pero creo firmemente que es algo que todos deberíamos tener. Llámalo persona amarilla. Llámalo equis. Llámalo como lo quieras llamar. Para mí siempre será un incondicional.

Para mí, siempre serás mi incondicional.